El río que murió
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El río solía cantar.
No con palabras, sino con el constante ímpetu de su corriente, el juguetón golpeteo de las olas contra la orilla y la risa de los niños que nadaban en su fresco abrazo. Era el tipo de río que moldeaba vidas: alimentaba granjas, calmaba la sed y llevaba historias de un pueblo a otro.
Entonces un día, el río quedó en silencio.
El envenenamiento lento
No sucedió de la noche a la mañana. Nunca sucede.
Primero llegaron las fábricas, que se instalaron a lo largo de sus orillas para facilitar el acceso al agua. Sus chimeneas exhalaban humo hacia el cielo mientras sus tuberías vertían silenciosamente los desechos a la corriente.
Luego vino el plástico —botellas, envoltorios, bolsas—, tirado sin cuidado y arrastrado río abajo. «Ojos que no ven, corazón que no siente».
Los primeros que empezaron a desaparecer fueron los peces.
Luego las ranas.
Luego los pájaros que se alimentaban de ellos.
Cuando la gente se dio cuenta de que el agua los estaba enfermando, el daño era prácticamente irreparable.
Un giro trágico
Un verano, durante una sequía sin precedentes, el lecho del río se agrietó como cuero viejo. El agua se había agotado. El olor a podredumbre impregnaba el aire.
No fue sólo una tragedia ambiental: fue un colapso económico y cultural.
Los agricultores abandonaron sus tierras.
Las mujeres que antes lavaban la ropa en la orilla ahora llevaban baldes por kilómetros.
Los niños ya no aprendían a nadar.
El río, su sustento, estaba muerto.
El punto de inflexión
Fue necesario un viejo pescador para despertar al pueblo.
Se quedó de pie en el lecho vacío del río sosteniendo su red, harapienta e inútil, y dijo:
“Cuando matamos el río, matamos una parte de nosotros mismos”.
Algo en esa frase rompió la apatía.
La larga resurrección
Los aldeanos formaron un comité. Luego un movimiento. Luego una alianza con los pueblos vecinos. Empezaron con algo pequeño:
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Limpieza de plástico de los bancos.
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Construcción de estanques de filtración natural.
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Plantación de juncos y plantas que aman el agua para estabilizar el suelo.
En el plazo de un año, comenzaron a aparecer pequeños arroyos.
En tres días, los peces volvieron.
Al quinto año, el río volvió a fluir, no tan fuerte como antes, pero vivo.
La lección
Nos gusta pensar en la naturaleza como algo que “usamos”. La verdad es que es algo a lo que pertenecemos .
Un río no sólo corre por nuestra tierra: corre por nuestras vidas.
Si lo envenenamos, nos envenenamos nosotros mismos.
Si lo curamos, curamos nuestra comunidad.
¿Cosa graciosa?
Los científicos descubrieron posteriormente que los juncales plantados por los aldeanos no solo filtraban toxinas, sino que también absorbían más carbono que la misma superficie de bosque . El río no solo había recuperado la vida, sino que ahora era un héroe climático .